Europa tiene tres santuarios de la mecánica automovilística. Uno está en Stuttgart, Alemania, donde nacieron los Mercedes, los Porsche y los primeros Volkswagen. El segundo está en Maranello, cerca de la ciudad italiana de Módena, y atrae a miles de peregrinos, devotos de los Ferrari. El tercero está en La Sagrera, un barrio de Barcelona, y nadie lo conoce. El prodigio de La Sagrera se ha perdido en la memoria. Y, sin embargo, allí se fabricaron los mejores motores de su tiempo y unos automóviles míticos: los Hispano Suiza, que en los años veinte superaban a los Rolls-Royce, y los Pegaso, un puñado de joyas artesanales cuya producción, en la inmediata posguerra, fue tan brillante como efímera.
Los Hispano Suiza eran lo máximo del momento: Picasso, Einstein y el sha de Persia viajaban en ese automóvil español
En la fábrica de La Sagrera trabajó Wifredo Ricart (1897-1974), uno de los más grandes genios españoles del siglo XX. Sería más recordado, en el peor de los sentidos, si la Alemania nazi hubiera ganado la guerra, porque hacia 1944 las últimas esperanzas de Hitler estaban depositadas en dos proyectos: los supercohetes de Von Braun y el supermotor de aquel ingeniero nacido en Madrid. No ayudó a mantener viva su herencia el odio feroz que le profesaba su antiguo compañero Enzo Ferrari, quien, pese a utilizar desde los años sesenta el concepto de Ricart para sus bólidos de carreras (el monoplaza con motor posterior de 12 cilindros), no permitía que se mencionara su nombre en Maranello. La ceguera del franquismo, que, tras cesar la producción de los Pegaso en 1957, desechó toda la tecnología acumulada y vendió como chatarra las piezas no utilizadas, borró los últimos rastros.
Ricart ya construía coches a los 23 años. Después de licenciarse fue contratado por una de las sociedades nacidas en torno a Hispano Suiza (lo máximo del momento: Picasso, Einstein, el sha de Persia y la familia real británica viajaban en ese automóvil español), y enseguida, con el financiero Pérez de Olaguer, empezó a producir los Ricart-Pérez, seguidos por los Ricart-España. Aquellos artilugios no fueron muy lejos. Los arrollaron la crisis de 1929 y la dificultad innata de Ricart para controlar los costes. En 1936, huyendo de la guerra, encontró empleo en Alfa Romeo, la casa de automóviles deportivos más prestigiosa del momento.
Ricart asumió la responsabilidad de fabricar los bólidos de competición que Nuvolari había convertido en campeones. Enzo Ferrari era el director de la escudería. Ricart y Ferrari debían cooperar, pero se odiaban. Sobre todo, Ferrari odiaba a Ricart. El español desestimó, calificándolo de "antigualla de museo", el prototipo 158 del italiano. Eso empujó a Ferrari a largarse y crear su propia escudería. En sus memorias dejó escrito este recuerdo de Ricart: "Tenía el cabello lacio y engominado, vestía con una elegancia un poco levantina, usaba chaquetones de mangas larguísimas que impedían verle las manos; cuando tendía la derecha para saludar, sentías una carne inerte, como de cadáver". Ferrari recordaba también con sorna la manía de Ricart con las suelas de goma, imprescindibles, según decía Ricart, porque "el cerebro de un gran técnico debe ser protegido de las asperezas del suelo".
En 1944, cuando el III Reich estaba ya al borde del colapso, Ricart recibió un encargo de Berlín: debía fabricar un gigantesco motor de aviación (un producto en el que las factorías Alfa Romeo llevaba años especializadas) capaz de transportar bombarderos nazis hasta Nueva York. Sólo hubo tiempo para unos pocos bocetos.
Después de la guerra, Ricart volvió a España. Y asumió la dirección técnica de la Empresa Nacional de Autocamiones, SA (Enasa), creada sobre las cenizas de la recién quebrada Hispano Suiza. El régimen le pidió que fabricara un coche fabuloso, sin preocuparse por el precio, como instrumento para promocionar los camiones. Y Ricart inventó el Pegaso. Se produjeron 86 unidades entre 1951 y 1957, casi todas con carrocerías distintas. La velocidad máxima era disparatada (250 kilómetros por hora), y el precio, cercano a los 15.000 dólares, lo era aún más. Los Z-102 de Ricart fueron, durante unos años, el juguete preferido de la jet-set mundial. El barón Thyssen hizo que el suyo tuviera los mandos en oro macizo y la tapicería en piel de leopardo. Fangio lo consideraba mejor que los Mercedes.
Los Pegaso se construían artesanalmente en un cobertizo. Casi todas las piezas se hacían allí mismo. En 1957, cuando se decidió que los Pegaso habían cumplido ya su misión promocional, el cobertizo fue derruido. Ricart se dedicó a ejercer como consultor de multinacionales. Y el prodigio de La Sagrera pasó al olvido.
Enzo Ferrari, un eroe italiano, de Leo Turrini. Mondadori Editori. 275 páginas.
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